Jesucristo – su vida y enseñanzas
EL HUERTO DE OLIVOS Y EL PATIO DEL SUMO SACERDOTE

Historia 34 – Mateo 26:36-75; Marcos 14:32-72; Lucas 22:40-62; Juan 18:1-27
Al pie del monte de los Olivos, cerca del camino que daba a Betania, había un huerto de olivos llamado, el huerto de Getsemaní; Getsemaní significa, molino de aceite. Jesús frecuentaba este lugar a menudo con sus discípulos porque había mucha sombra y era un lugar tranquilo. Cuando estaban en el huerto, les dijo a ocho de sus discípulos: “Siéntense aquí mientras voy allí para orar”.

Se llevó a Pedro, Santiago y Juan y entraron al huerto. Jesús sabía que muy pronto Judas llegaría a arrestarlo con la compañía de una banda de hombres; a lo igual sabía que en pocas horas sería golpeado a muerte. De tan solo pensar en todo ese sufrimiento, empezó a sentirse angustiado y afligido, y les dijo a Pedro, Santiago y Juan: “Mi alma está destrozada de tanta tristeza, hasta el punto de la muerte. Quédense aquí y velen conmigo”. Se adelantó un poco más y se inclinó rostro en tierra mientras oraba: “¡Padre mío! Si es posible, que pase de mí esta copa de sufrimiento. Sin embargo, quiero que se haga tu voluntad, no la mía”.

Era tal su sufrimiento y tanta la agonía de espíritu, que su sudor caía a tierra como grandes gotas de sangre. Después de haber orado por un rato, se puso de pie y regresó adonde estaban sus discípulos, pero los encontró dormidos. Los despertó y le dijo a Pedro: “¿No pudiste velar conmigo ni siquiera una hora? Velen y oren para que no cedan ante la tentación, porque el espíritu está dispuesto, pero el cuerpo es débil”. Entonces Jesús los dejó otra vez e hizo la misma oración de antes: “¡Padre si no es posible que pase esta copa a menos que yo la beba, entonces hágase tu voluntad!”.

Cuando regresó de nuevo adonde estaban, los encontró dormidos otra vez, pero no los despertó. Se fue a orar por tercera vez y repitió lo mismo. Entonces apareció un ángel del cielo y lo fortaleció. Ya con su corazón fortalecido, estaba listo para lo que tendría que ocurrir. Una vez más regresó con los discípulos y les dijo: “¡Adelante, duerman, descanse! Pero miren, la hora ha llegado y el Hijo del Hombre es traicionado y entregado en manos de pecadores. Levántense vamos. ¡Miren, el que me traiciona ya está aquí!”.

Los discípulos se despertaron y oyeron el ruido de la multitud; vieron las antorchas encendidas, linternas y armas. En medio de toda la gente vieron a Judas; así supieron que él era el traidor al que Jesús se había referido la noche anterior. Judas se apresuró a Jesús para saludarlo con un beso, como si le diera gusto de verlo. El traidor, Judas había acordado con esos hombres una  señal: “Sabrán a cuál arrestar cuando lo salude con un beso; a ese aprésenlo”. Jesús le dijo a Judas: “¿Con un beso traicionas al Hijo del Hombre?”

Y se dio la media vuelta y preguntó a la multitud: “¿A quién buscan?” Ellos contestaron: “A Jesús de Nazaret”. Él les dijo: “Yo Soy”. Cuando Jesús dijo esto, ¡todos retrocedieron y cayeron al suelo! Una vez más les preguntó: “¿A quién buscan?” Y nuevamente ellos contestaron: “A Jesús de Nazaret”. “Ya les dije que Yo Soy, ya que soy la persona a quien buscan, dejen que los demás se vayan”. Jesús dijo esto señalando a sus discípulos. Y cuando trataron de capturar a Jesús, Pedro sacó una espada y le cortó la oreja derecha a Malco, un esclavo del sumo sacerdote. Pero Jesús le dijo a Pedro: “Mete tu espada en la vaina. ¿Acaso no voy a beber la copa de sufrimiento que me ha dado el Padre? ¿No te das cuenta de que yo podría pedirle a mi Padre que enviara miles de ángeles para que nos protejan, y él los enviaría de inmediato?” Después le dijo a la multitud: “Basta”. Y tocó la oreja del hombre y lo sanó.

Entonces les habló a los principales sacerdotes, a los capitanes de la guardia del templo que habían ido a buscarlo: “¿Acaso soy un peligroso revolucionario, para que vengan con espadas y palos para arrestarme? ¿Por qué no me arrestaron en el templo? Estuve allí todos los días y no me pusieron la mano encima. Pero estas cosas suceden para que se cumpla lo que dicen las Escrituras acerca de mí”. Cuando los discípulos vieron que Jesús no les permitía que lo defendieran, no sabían qué hacer. Alarmados lo abandonaron y huyeron dejándolo solo con sus enemigos. Entonces lo arrestaron y lo ataron, después lo llevaron a la casa del sumo sacerdote.

En ese momento los judíos tenían dos sumos sacerdotes. Uno era Anás, el cual había sido sumo sacerdote hasta que los romanos le quitaron el título y se lo dieron a Caifás, su yerno; sin embargo, Anás aún tenía mucha influencia en la gente. Así que le llevaron a Jesús todo atado ante su presencia.

Simón Pedro y Juan, el discípulo a quien Jesús amaba más, lo habían seguido entre la multitud hasta la puerta de la casa del sumo sacerdote. Juan conocía al sumo sacerdote, así que le permitieron entrar con Jesús al patio del sumo sacerdote. Pedro tuvo que quedarse afuera, junto a la puerta hasta que Juan lo pasara. Pedro entró, pero no se atrevía a entrar en el mismo cuarto donde tenían a Jesús ante el sumo sacerdote Anás. En el patio de la casa habían hecho una fogata con carbón, y Pedro estaba allí parado calentándose con los demás. Adentro, el sumo sacerdote comenzó a interrogar a Jesús acerca de sus seguidores y de lo que les había estado enseñando. Jesús le contestó: “Todos saben lo que enseño. He predicado con frecuencia en las sinagogas y en el templo, donde se reúne el pueblo. ¿Por qué me haces a mí esa pregunta? Pregúntales a los que me oyeron, ellos saben lo que dije”. Entonces uno de los guardias del templo que estaba cerca le dio una bofetada a Jesús y le dijo: “¿Es esa la forma de responder al sumo sacerdote?” Y Jesús le contestó al oficial serenamente: “Si dije algo indebido, debes demostrarlo; pero si digo la verdad, ¿por qué me pegas?” Era obvio el odio que Anás y sus hombres sentían por Jesús; y Jesús continuó allí parado en medio de sus enemigos.

En lo que Pedro se encontraba calentándose por la fogata, una sirvienta de la casa le preguntó: “¿No eres tú también uno de los discípulos de Jesús de Nazaret?” Pedro con miedo de decir la verdad, dijo: “¡Mujer, ni siquiera lo conozco! No sé de qué hablas”. Pedro quería alejarse de ella y se salió del patio de la casa. Allí otra sirvienta lo vio y dijo: “Seguramente tú eres uno de los que andaban con Jesús”. Nuevamente, Pedro lo negó, esta vez con un juramento. Un poco después, un pariente del hombre al que Pedro le había cortado la oreja, preguntó: “Seguro este es uno de ellos porque también es galileo”. Y Pedro empezó a maldecir asegurando que él no sabía de quién estaban hablando. Inmediatamente, mientras aún hablaba, el gallo cantó. En ese momento, el Señor se volvió y miró a Pedro mientras lo arrastraban de la presencia de Anás al concilio de Caifás, el otro sumo sacerdote. De repente, las palabras del Señor pasaron rápidamente por la mente de Pedro: “Antes de que cante el gallo, negarás tres veces que me conoces”. Y Pedro salió del patio del sumo sacerdote llorando amargamente por haber negado a su Señor.