Jesucristo – su vida y enseñanzas
LA RESPUESTA A LA ORACIÓN DE UNA MADRE

Historia 20 – Mateo 15:21-39; Marcos 7:24-8:26
Después que Jesús alimentó a los cinco mil, y todo lo que se decía al respecto en la sinagoga de Capernaúm, no quiso seguir predicando a las multitudes como lo había hecho antes. Le había dado sus palabras finales a la gente de Galilea; y ahora era tiempo que estuviera solamente con sus discípulos para que les enseñara lo que debían de saber. Jesús estaba consciente que en menos de un año dejaría a sus discípulos y ellos tendrían que continuar con el trabajo de su evangelio en todo el mundo. Por esa misma razón, antes que ese día llegara, Jesús quería pasar un buen tiempo con ellos enseñándoles más.

Con este propósito en mente, Jesús se los llevó de Capernaúm, atravesaron Galilea y se dirigió al norte, a la región de Tiro y Sidón, cerca del Mediterráneo. En la frontera de la región fue a una aldea a visitar una casa con sus discípulos. Jesús no quería que se enteraran que él se encontraba ahí, pero no pudo ocultarlo. Una mujer de la aldea, no era judía, sino que pertenecía a la raza de los caninitas, se enteró de la llegada de Jesús y cuando lo encontró, se le acercó y cayó a sus pies; le rogó que fuera a su casa para curar a su hija que tenía un espíritu maligno. Pero Jesús no le contestó ni una palabra porque no había ido a ese lugar para curar. Sin embargo, la mujer siguió insistiendo que curara a su hija; entonces los discípulos le dijeron: “Dile que se vaya. Nos está molestando con sus súplicas”.

Pensaron que la mujer gentil que ni pertenecía a la raza de Israel, no era digna del cuidado de Jesús; pero Jesús quería demostrarles que en verdad sí se interesaba por ella aunque era gentil. Para enseñarles la fe de la mujer, le dijo: “Fui enviado para ayudar solamente a las ovejas perdidas de Dios, el pueblo de Israel”. Ella se acercó y sin desmoralizarse, le rogó una vez más: “¡Señor ayúdame!” Jesús le dijo nuevamente: “No está bien tomar la comida de los hijos y arrojársela a los perros”. La mujer le contestó: “Es verdad, Señor, pero hasta a los perros se les permite comer las sobras que caen bajo la mesa de sus amos”. Jesús le dijo: “Apreciada mujer, tu fe es grande. Se te concede lo que pides. Ahora ve a tu casa, porque el demonio ha salido de tu hija”. La mujer creyó en Jesús y cuando llegó a su casa, encontró a su hijita recostada en la cama, y el demonio se había ido.

Era tanta la gente que quería ver a Jesús que cuando se fue de la región, él y sus discípulos tuvieron que irse alrededor de Galilea, hasta que llegaron a las Diez Ciudades, al este de Galilea. Si recuerdas, Jesús había visitado esta región antes; cuando expulsó a los demonios de un hombre y los mandó en la manada de cerdos. Ahí fue donde la gente lo ahuyentó de la ciudad, pero en esta ocasión estaban felices de verlo porque querían que curara a los enfermos. Quizá el hombre que Jesús curó de los espíritus les dio un reporte bueno de Jesús. Allí le trajeron a un hombre sordo con un defecto del habla, y la gente le suplicó a Jesús que lo sanara. Jesús no quiso hacerlo a la vista de todos, sino que lo llevó aparte de la multitud para poder estar a solas con él. Metió sus dedos en los oídos del hombre, después escupió sobre sus propios dedos y tocó la lengua del hombre. Mirando al cielo, suspiró y dijo: “¡Ábranse!” Al instante el hombre pudo oír perfectamente bien y se le desató la lengua, de modo que hablaba con toda claridad.

Jesús le dijo a la multitud que no le contaran a nadie, pero cuanto más les pedía que no lo hicieran, tanto más hacían correr la voz. Estaban maravillados, pues nunca habían visto algo así, y dijeron: “Todo lo que él hace es maravilloso. Hasta hace oír a los sordos y da la capacidad de hablar al que no puede hacerlo”. Y en la región de la Diez Ciudades como había pasado en Galilea, lo seguían multitudes para verlo y escucharlo. Lo seguían sin pensar que no habían comido; y Jesús les dijo a sus discípulos: “Siento compasión por ellos. Han estado aquí conmigo durante tres días y no les queda nada para comer. Si los envío a sus casas con hambre, se desmayarán en el camino porque algunos han venido desde muy lejos”. Sus discípulos le contestaron: “¿Cómo vamos a conseguir comida suficiente para darles de comer aquí en el desierto, las aldeas están muy lejos?”

Jesús preguntó: “¿Cuánto pan tienen?” Le contestaron: “Siete panes y algunos peces”. Entonces Jesús le dijo a la gente que se sentara en el suelo. Luego tomó los siete panes, dio gracias a Dios por ellos, los partió en trozos y se los dio a sus discípulos, quienes repartieron el pan entre la multitud. Y como lo había hecho antes, los discípulos recogieron lo que sobró y llenaron siete canastas grandes. En esta ocasión, Jesús alimentó a cuatro mil hombres sin contar a mujeres y niños. Y Jesús los envió a sus casas luego de que comieron. Inmediatamente después, subió a una barca con sus discípulos y cruzó a la región del oeste. Ahí se quedaron por algún tiempo y después se fueron a Betsaida, donde empieza el lago.

Cuando llegaron a Betsaida, algunas personas llevaron a un hombre ciego ante Jesús y le suplicaron que lo tacara y lo sanara. Pero Jesús se rehusaba curar al hombre en frente de la multitud, así que lo tomó por la mano y lo guio fuera de la aldea. Luego escupió en los oídos del hombre, puso sus manos sobre él y le preguntó: “¿Puedes ver algo ahora?” El hombre miró a su alrededor y dijo: “Sí, veo algunas personas, pero no puedo verlas con claridad; parecen árboles que caminan”. Entonces Jesús puso nuevamente sus manos sobre los ojos del hombre y fueron abiertos. Jesús lo envió a su casa y le dijo: “No pases por la aldea cuando regreses a tu casa; no le digas a nadie”. Jesús no quería que la gente acudiera a él; quería estar a solas con sus discípulos, pues tenía mucho qué enseñarles.