Jesucristo – su vida y enseñanzas
EL LEPROSO Y EL HOMBRE QUE BAJÓ POR EL TECHO

Historia 11 – Mateo 8:2-4; 9:2-8; Marcos 1:40-45; 2:1-12; Lucas 5:12-26
En nuestra historia anterior leímos del maravilloso día cuando Jesús curó y enseñó a la gente, y ya terminado descansó en la casa de Simón Pedro. Al día siguiente muy de madrugada, cuando todavía estaba oscuro, Jesús se levantó, salió de la casa y se fue a un lugar solitario, donde se puso a orar a Dios por un buen rato. Simón y sus compañeros salieron a buscarlo, y cuando por fin lo encontraron le dijeron: “Todo el mundo te busca”. Jesús les dijo: “No puedo quedarme en Capernaúm. Vámonos de aquí a otras aldeas cercanas donde también pueda predicar; para esto he venido”.

Y así, Jesús recorrió toda Galilea, predicando en las iglesias curando toda clase de enfermedades y expulsando a demonios. Acompañado por sus discípulos, las multitudes lo seguían para escuchar su mensaje maravilloso y para ver las grandes obras que hacía. En su recorrido por Galilea, un hombre que tenía lepra se le acercó. Si recuerdas en la historia de Naamán el sirio, tenía esa enfermedad terrible que nadie podía curar.

El pobre leproso de rodillas le suplicó a Jesús: “Si quieres, puedes limpiarme”. Movido a compasión, Jesús le extendió la mano y tocó al hombre, diciéndole: “Sí quiero, ¡Queda limpio!” Al instante se le quitó la lepra, todas las escamas se le cayeron y quedó sano. Jesús lo despidió en seguida con una fuerte advertencia: “Mira, no se lo digas a nadie; sólo ve, preséntate al sacerdote y lleva una ofrenda para que sirva de testimonio que has quedado limpio”.

Jesús le dijo esto, porque sabía que si el hombre les decía a todos quién lo había curado, las multitudes vendrían a él para que los curara y así no tendría tiempo para predicar la palabra de Dios. Su misión principal era la de predicar a Dios, más no de curar a las multitudes. Sin embargo, el leproso no obedeció lo que Jesús le había dicho. No pudo callárselo y divulgando sin reserva les decía a todos que Jesús, el profeta lo había curado de su lepra. Y tal y como Jesús lo sospechaba, gente de todas partes lo seguían acudiendo a él. Como resultado, Jesús no podía entrar en ningún pueblo abiertamente, sino que se quedaba afuera, en lugares solitarios.

Unos días después, cuando Jesús entró de nuevo en Capernaúm, corrió la voz de que estaba en su casa. Se aglomeraron tantos para escuchar a Jesús, que ya no quedaba sitio ni siquiera frente a la puerta mientras les predicaba la palabra. Era tiempo de primavera y hacía un poco de calor, por lo que habían puesto un techo para protegerlos del sol. Entre los que lo escuchaban, no solamente estaban sus amigos, sino que también sus enemigos, los fariseos, hombres que por fuera servían a Dios, pero por dentro sus corazones eran perversos; los escribas que enseñaban la ley, pero también envidiaban al nuevo maestro que daba palabras superiores a las de ellos.

Estos hombres escuchaban cuidadosamente a Jesús para ver si podían encontrar algo malo en su enseñanza y así alejar a las multitudes de él. Estaban atentos a la enseñanza de Jesús cuando de repente, hubo una abertura en el techo, y cuatro hombres bajaron una camilla en la que estaba acostado un paralítico. Este hombre sufría de parálisis; no podía controlar sus extremidades de su cuerpo. Quería ver a Jesús, pero como no podían acercarlo por causa de la multitud, hicieron una abertura en el techo; así lo bajaron en frente de Jesús. Al ver Jesús la fe de ellos, le dijo al paralítico: “Hijo, alégrate tus pecados quedan perdonados”.

Los enemigos de Jesús al escuchar esto pensaban entre ellos mismos: “¿Por qué habla éste así? ¡Está blasfemando! ¿Quién puede perdonar pecados sino sólo Dios?” Jesús sabía lo que estaban pensando, ya que él sabía todas las cosas. Les dijo: “¿Por qué guardan maldad en sus corazones? ¿Qué es más fácil, decirle al paralítico: – Tus pecados son perdonados, o decirle: – Levántate, toma tu camilla y anda? Pues para que sepan que el Hijo del hombre tiene autoridad en la tierra para perdonar pecados”. Y dirigiéndose al paralítico en su camilla, allí en frente de ellos, dijo: “A ti te digo, levántate, toma tu camilla y vete a tu casa”.

Él se levantó, tomó su camilla, se la puso en sus hombros; en seguida la multitud se partió para darle paso y salió caminando a la vista de todos. El hombre con sus mismas fuerzas se fue a su casa caminando y alabando a Dios. Con esto les dio a entender que el Hijo de Dios, tenía la autoridad para perdonar pecados. Los enemigos de Jesús no tenían nada que decir. Pero, cuando vieron que la gente creyó en Jesús, en sus corazones lo odiaban aún más que antes. Todos se quedaron asombrados y sintieron un miedo santo de quien podía hacer cosas tan poderosas, y decían: “¡Jamás habíamos visto algo igual!”