Historias de la Biblia hebrea
EL RÍO SECO Y LA MURALLA DERRUMBADA

Historia 37 – Josué 3:1:6:27
Después que los dos espías regresaron de explorar Jericó, Josué mandó que todos transportaran sus campamentos a la orilla del río Jordán. El sacerdote desarmó el santuario y cubrió el arca y todos los muebles en el lugar santo; puso las varillas en los anillos del altar para así llevárselo. Todo estaba listo para que se situaran en su nuevo lugar. A lo igual, todo el pueblo hizo preparaciones con sus tiendas, juntaron todos sus rebaños y ganado, y así una vez más estaban listos.

Y al comando de Josué marcharon hacia el río que estaba corriendo con mucha fuerza enfrente de ellos, y Josué dijo: “Los sacerdotes van a cargar el arca del pacto en frente de ustedes. Dejen una buena distancia entre ustedes y el arca; no se acerquen a ella”. Todos se quedaron allí viendo cómo los sacerdotes la cargaban en sus hombros. Llegaron a la orilla del río y no podían ver el arca porque estaba cubierta, pero sabían que el arca estaba allí debajo de la cobertura. Luego Josué les dijo a los sacerdotes: “Ahora, empiecen a caminar en el agua del río”. En eso, algo grandioso pasó, tan pronto como los pies de los sacerdotes que portaban el arca tocaron las aguas, éstas dejaron de fluir y formaron un muro que se veía a la distancia, hasta que dejó el suelo seco y pudieron ver las piedras que estaban en el fondo del río, (Josué 3:16). Por su parte, los sacerdotes que portaban el arca del pacto permanecieron de pie en terreno seco, en medio del río, mientras todo el pueblo de Israel terminaba de cruzar el río por tierra seca.

Al frente iban los soldados de Rubén, Gad y la mitad de la tribu de Manasés, estas tribus ya habían recibido sus hogares en el este del río, pero estaban con el resto de las otras tribus para ayudarlos a pelear. Siguiéndolas iban las otras tribus cada una separada, y así todos terminaron de pasar el río. En lo que todos cruzaban, los sacerdotes estaban allí sosteniendo el arca.

Cuando terminaron de cruzar el río, Josué llamó a un hombre de cada tribu y les dijo: “Vayan al río y tomen doce piedras grandes del lugar donde los sacerdotes permanecieron de pie”. Y así lo hicieron, y con estas doce piedras Josué hizo un pilar junto a la orilla del río, y les dijo: –Que estas piedras les sirvan como señal entre ustedes para que recuerden lo que pasó hoy. En el futro, cuando sus hijos les pregunten: “¿Por qué están estas piedras aquí?”, ustedes les responderán: “Porque el Señor nuestro Dios secó el río para que cruzáramos”. Dios secó el río ante el arca del pacto para cruzar a la tierra que Dios les había prometido a sus antepasados. Josué les dijo a los doce hombres que tomaran doce piedras y que hicieran un pilar en el río donde los sacerdotes estaban parados con el arca, así todos los que las vieran se darían cuenta del maravilloso acto que Dios había hecho por su gente.

Cuando habían terminado con todo lo que Josué les dijo y las dos pilas de piedra se habían hecho, una en la orilla del río y la otra en el río, Josué les dijo a los sacerdotes: “Salgan del río y traigan el arca a la orilla”. Y así lo hicieron; y las aguas del río se regresaron a su lugar y se desbordaron como de costumbre. Así que los últimos de los hijos de Israel habían cruzado sin peligro a la tierra que Dios les había prometido a sus antepasados por más de quinientos años.

Empezaron a poner otro nuevo campamento, pusieron el santuario en medio, el altar y las tiendas de las tribus todas alrededor en orden. Acamparon junto al río en la pradera del Jordán y le llamaron Guilgal. Allí los israelitas permanecieron en lo que planeaban la guerra para ganar la tierra de Canaán. Cuando entraron a la tierra, era la época de la cosecha y encontraron grano y cebada en abundancia. Los juntaron e hicieron pan con ellos; ese día el maná que Dios les había dado del cielo por cuarenta años, dejó de caer porque ya no lo necesitaban.

Allí, ante la vista de su nuevo campamento, estaba la gran muralla de Jericó. Cierto día Josué fue a dar un vistazo a la ciudad, cuando vio un hombre de pie frente a él, espada en mano. Josué se le acercó y le preguntó: “¿Es usted de los nuestros, o del enemigo?” El hombre respondió: “¡De ninguno! Me presento ante ti como comandante del ejército del Señor”. Entonces Josué se dio cuenta que era un ángel del Señor, se postro en tierra y le preguntó: “¿Qué ordenes trae usted, para este siervo suyo?” Y el comandante del Señor le dijo: “Quítate las sandalias de los pies, porque el lugar que pisas es sagrado”. Así lo hizo porque el que en realidad le estaba hablando, no era un ángel, sino el Señor mismo en la forma de un hombre, y le dijo a Josué: “¡He entregado en tus manos a Jericó, y a su rey con sus guerreros!” El Señor le dijo el plan para que ganaran la ciudad, y Josué se regresó al campamento en Guilgal a preparar a todo el pueblo, tal y como el Señor le había mandado. Lo que hicieron en los siete días siguientes fue exactamente como Dios le había mandado a Josué. Todos estaban en sus puestos como si fueran a pelear. Al frente iban los soldados de las tribus del este del río. En seguida, los sacerdotes iban sonando trompetas hechas de cuernos de carneros, y los seguían los sacerdotes cargando el arca del pacto en sus hombros. Al último todo el pueblo marchando en orden en completo silencio, sólo con el sonido de las trompetas. Marcharon alrededor de las murallas de Jericó una vez ese día y después se regresaron al campamento.

El séptimo día, a la salida del sol, se levantaron y marcharon alrededor de la ciudad tal como lo habían hecho los días anteriores, sólo que en ese día repitieron la marcha siete veces. En lo que pasaban la última vez, vieron el cordón rojo colgado de la ventana, así se dieron cuenta que era la casa de Rajab, la que había salvado a los dos espías. En la última vuelta que dieron, se detuvieron quietos, las trompetas dejaron de sonar, y por un momento había un gran silencio, hasta que la voz de Josué dijo: “¡El Señor les ha entregado la ciudad!” Los sacerdotes tocaron las trompetas, y la gente gritó a voz de cuello, ante lo cual las murallas de Jericó se derrumbaron. Todo alrededor se derrumbó con excepción de la casa de Rajab donde colgaba el cordón rojo de la ventana. Josué les indicó a los dos espías: “Vayan y saquen a Rajab y a su familia, llévenlos a un lugar seguro”. Así que los jóvenes exploradores entraron y sacaron a Rajab junto con sus padres y hermanos, y todas sus pertenencias, y llevaron a toda la familia a un lugar seguro, fuera del campamento israelita hasta que la guerra terminara. Unos soldados estaban cuidando a Rajab y el resto estaban entrando a la ciudad por la muralla destrozada. La gente en la ciudad estaba tan aterrorizada de ver cómo la muralla se había caído que no trataba de defenderla, sino que todos se quedaron presos y a la buena de los israelitas. Tomaron posesión de la ciudad, pero nada de las pertenencias de la ciudad les tocaba a los israelitas, Josué les dijo: “Nada de esta ciudad les pertenece a ustedes. Es del Señor y como ofrenda a él, todo se va a destruir”.

Juntaron los objetos de plata, de oro, de bronce y de hierro para el santuario, no se quedaron con nada para ellos. Todo lo demás lo quemaron hasta que la ciudad había quedado desolada. Y Josué dijo: “¡Maldito sea en la presencia del Señor el que se atreva a reconstruir esta ciudad! Que eche los cimientos a costa de la vida de su hijo mayor. Que ponga las puertas a costa de la vida de su hijo menor”.

Después de esto, Rajab, la mujer que había salvado a los dos espías, fue adoptada por los israelitas como si hubiera nacido entre ellos. Salomón, uno de los nobles de la tribu de Judá, la tomó por esposa. Y años más adelante, de su linaje de descendencia, el rey David nació. Ella fue bendita y su fe que tuvo en el Dios de Israel la salvó.