El camino a casa
LA CIUDAD DE DIOS

Historia 21 – Apocalipsis 7:9-17; 21:1-27; 22:1-17
Juan vio el trono de Dios otra vez y ante él apareció una multitud de todas las naciones, era tan grande que nadie podía contarlas. Estaban vestidos en túnicas blancas, con ramas de palma en la mano. Gritaban a gran voz: “¡La salvación viene de nuestro Dios que está sentado en el trono, y del Cordero!” Todos los ángeles estaban de pie alrededor del trono, de los ancianos y de los cuatro seres vivientes. Se postraron rostro en tierra delante del trono, y adoraron a Dios diciendo: “¡Amen, la alabanza, la sabiduría, la acción de gracias, la honra, el poder y la fortaleza de Dios por los siglos de los siglos!” Entonces uno de los ancianos le preguntó: “Esos que están vestidos de blanco, ¿quiénes son, y de dónde vienen?” –Eso usted lo sabe, mi señor –respondió Juan. Aquéllos son los que están saliendo de la gran tribulación, han lavado y blanqueado sus túnicas en la sangre del Cordero. Por eso, están delante del trono de Dios, y día y noche sirven en el templo; y el que está delante del trono de Dios les dará refugio en su santuario. No sufrirán sed ni hambre. No los abatirá el sol ni ningún calor fuerte. Porque el Cordero que está en el trono los pastoreará y los guiará a fuentes de agua viva; y Dios les secará toda lágrima de sus ojos.

Después Juan escuchó una voz potente que venía del trono y decía: “¡Aquí, entre los seres humanos, está la morada de Dios! Él acampará en medio de ellos, y ellos serán su pueblo; Dios mismo estará con ellos y será su Dios. Él les secará toda lágrima de los ojos. Ya no habrá muerte, ni llanto, ni lamento ni dolor”. El que estaba sentado en el trono dijo: “¡Yo hago nuevas todas las cosas! A los que tienen sed les daré de beber gratuitamente de la fuente del agua de la vida”. Juan estaba como en una montaña y desde allí vio una ciudad gloriosa, la nueva Jerusalén, que bajaba del cielo, venía de Dios y resplandecía con su gloria. Su brillo era como el de una piedra preciosa, como de cristal transparente. Tenía una muralla grande y alta, y tres puertas protegidas por doce ángeles, en las que estaban escritos los nombres de las doce tribus de Israel. La muralla tenía doce cimientos, en los que estaban los nombres de los doce apóstoles del Cordero. Era como de jaspe y la ciudad estaba hecha de oro puro, pero el oro era claro como cristal. Había siete puertas con siete perlas. Las calles de la ciudad eran también de oro puro, claras como el cristal.

Juan no vio ningún templo en la ciudad, porque el Señor Dios Todopoderoso y el Cordero son su templo. La ciudad no necesita ni sol ni luna que la alumbren, porque la gloria de Dios la ilumina, y el Cordero es su lumbrera. Sus puertas estarán abiertas todo el día, pues allí no habrá noche. Las naciones caminarán a la luz de la ciudad, y los reyes de la tierra le entregarán sus espléndidas riquezas y llevarán a ella todo el honor de las naciones. Nunca entrará en ella nada impuro, ni los farsantes, ni nadie que hace lo que Dios odia; sino sólo aquellos que tienen su nombre escrito en el libro de la vida, el libro del Cordero.

Luego Juan vio un río de agua de vida, claro como de cristal, que salía del trono de Dios y del Cordero, corría por el centro de la calle principal de la ciudad. A cada lado del río estaba el árbol de la vida, que produce doce cosechas al año, una por mes; y las hojas de árbol son para la salud de las naciones. Y en la ciudad, el Señor Dios y el Cordero reinarán como reyes. Cuando Juan terminó de ver todas estas cosas, se postró para adorar al ángel que le había enseñado todo esto. Pero el ángel le dijo: “¡No, cuidado! Soy un siervo como tú, como tus hermanos los profetas y como todos los que cumplen las palabras de este libro. ¡Adora sólo a Dios!” También le dijo el ángel: “No guardes en secreto lo que has oído y visto, dile a todo el que veas. El Espíritu y la novia dicen: – ¡Ven!–; y el que escuche diga: – ¡Ven!– El que tenga sed, venga; y el que quiera, tome gratuitamente del agua de la vida”.

El papá cerró la Biblia, el fuego ya se había terminado; sólo quedaban las brasas. La lluvia había pasado, el cielo estaba claro y las estrellas estaban brillando; ya no había sol, estaba obscuro. La mamá entró a la sala y dijo: “Yo escuché todo lo que leyeron también, así que ahora los tres conocemos “El camino a casa” al cielo, y podemos ir juntos.” Judit se estiró en lo que estaba abrazando a su papá y la mamá les dijo: “¡La cena está lista!”